lunes, 17 de diciembre de 2018

El momento oportuno

“Hay un momento para todo y un tiempo para cada cosa bajo el sol:
un tiempo para nacer y un tiempo para morir,
un tiempo para plantar y un tiempo para arrancar lo plantado;
un tiempo para matar y un tiempo para curar,
un tiempo para demoler y un tiempo para edificar;
un tiempo para llorar y un tiempo para reír,
un tiempo para lamentarse y un tiempo para bailar;
un tiempo para arrojar piedras y un tiempo para recogerlas,
un tiempo para abrazarse y un tiempo para separarse;
un tiempo para buscar y un tiempo para perder,
un tiempo para guardar y un tiempo para tirar;
un tiempo para rasgar y un tiempo para coser,
un tiempo para callar y un tiempo para hablar;
un tiempo para amar y un tiempo para odiar,
un tiempo de guerra y un tiempo de paz.”
Eclesiastés, capítulo 3, 'El momento oportuno'

Aire caliente, impropio de esta estación, pienso, mientras muevo la cabeza para apartar el pelo que me cubre la cara. Sin embargo, mantengo las manos en los bolsillos del abrigo, los ojos fijos en un paisaje que me pertenece a partes enteras, lleno de luces que parpadean, brillantes en una secuencia fija. A lo lejos, en un recodo, un faro proyecta su haz de luz al horizonte, guiando a barcos que se me hacen invisibles tras una sutil neblina.

Hoy ha sido un día denso, lleno de llamadas, de conversaciones que no llevaban a ninguna parte, de gente cuyo único propósito parece complicar la vida de los demás con planteamientos inútiles. No soporto los actos inútiles, son casi lo único que logra sacarme de mis casillas.
Al salir de la oficina sólo pensaba en llegar aquí, y esa idea me guio todo el trayecto, mientras la aguja del cuentakilómetros, recortada en rojo, se inclinaba a la derecha cada vez más. Vi pasar luces, como en un pasillo angosto, en el que sólo se destacaban las líneas discontinuas del suelo hacia mi destino. Cada momento, cada kilómetro recorrido significaba un momento más, un momento menos, un pensamiento que iba dejando detrás mío, como un sueño repetitivo que gira sobre sí mismo, y en segundo plano, imágenes como flases de fotogramas pasados, retazos de conversaciones, prendidas en las ramas de mi memoria a corto plazo.

Miro a ninguna parte, y a la vez lo veo todo. Esto es lo que necesitaba, me digo a mí misma en un diálogo sin palabras. Me apoyo en el frontal del coche, entre los faros encendidos, y poco a poco siento cómo el fiel de mi balanza recupera su posición normal, mientras me llegan tamizados los sonidos de la gran ciudad. El móvil vibra en un bolsillo, pero no lo atiendo, ahora no. Se ha pasado todo el día sonando y merece, como yo, un descanso, aunque no sea capaz de disfrutarlo como lo estoy haciendo ahora. ¿Qué hacíamos cuando no había teléfono móvil? ¿Éramos más felices?

Desecho la pregunta nada más planteármela. Al igual que los actos inútiles, odio los tópicos. Yo siempre he sido igual, igual de feliz o infeliz, porque los motivos siempre los he creado yo, siempre me han acompañado allá donde fuera, y sólo después de mucho, mucho tiempo y de que lloviera y saliera el sol, supe que yo era el arquitecto de mi propia destrucción, si así lo deseaba.
Enciendo un cigarrillo, luchando a medias con el aire cubro con la mano izquierda y enciendo con la derecha, como demasiadas veces en el día, ahora veo que se ha convertido en un movimiento cotidiano, automático. Contemplo la lumbre avivada por las ráfagas que se llevan el humo lejos. Y antes de que pueda seguir con el hilo de mis pensamientos, un coche llega por un lateral y aparca al lado del mío. La luz me impide ver a su ocupante, pero, aunque no apaga las luces, cuando oigo cómo se cierra la puerta, ya en mi cara se ha dibujado una sonrisa y muevo la cabeza, asintiendo en silencio.
- Sabías que estaría aquí- afirmo, a modo de saludo. 
Él parece sorprendido.
- ¿Cómo sabes que soy yo? - pregunta, aún tras la línea de luz- Es imposible.
- Tu colonia- sale a la luz, y se ríe- Me he prometido a mí misma que dejaré de fumar el día que pierda este exquisito sentido del olfato que tengo. Me la ha traído el aire- me encojo de hombros, con un fingido aire de inocencia- Sabes que las colonias de hombre son mi debilidad, ¿qué le voy a hacer?
- No cambiar nunca, te lo he dicho muchas veces- Se apoya en el coche, a mi lado. Puedo sentir su calor, su presencia, y por primera vez en el día, agradezco estar acompañada. Me pide un cigarrillo con un gesto, y le ayudo a encenderlo. Cuando me acerco con el mechero, cubre la llama con ambas manos y le miro a los ojos. La llama encendida se refleja en ellos y no puedo evitar sonreír ante el efecto. Nos sostenemos la mirada un momento y regreso a mi posición - ¿Qué piensas?
- Me conoces demasiado bien, sabes que vengo aquí a pensar- la ceniza cae entre los dos, a nuestros pies- No sabría decirte a ciencia cierta, en muchas cosas y en ninguna en particular. Hoy ha sido un día odioso- Me mira en silencio. Me va a dejar hablar, como siempre. Sabe que tengo mis tiempos, que se cumplen con la precisión de un reloj- Te voy a repetir lo mismo de siempre, sé que no debo quejarme, que conozco las reglas del juego de esta sociedad, lo que debe hacerse, lo que debe esperarse de los demás, que es nada....... Lo sé todo, y a la vez, ahora siento que ya no sé nada.
- Sólo ha sido un día odioso, lo has dicho- me responde- No le des más vueltas.
- ¿No vas a discutir conmigo? ¿No vas a tratar de convencerme que la Humanidad es buena e inocente? ¿Que el mundo es un lugar cómodo?
- No- exhala el humo con displicencia, y mira al horizonte- Mi día también ha sido odioso. De hecho, sólo quería venir aquí y tener esta conversación. Tienes razón, sabía que estarías aquí.

Como ayer, como anteayer, como el día anterior, como todos los días desde hace más de un año. Una noche cualquiera, huyendo tal vez de algún día odioso, aparqué aquí el coche y desde entonces acudo a una cita que concierto conmigo misma, a recuperar mi equilibrio. Ahora es una vieja costumbre, y si me la quitaran, me sentiría muy perdida.
Aquella noche sí respondí al mensaje del móvil y al poco rato, como hoy, un coche aparcó a mi lado. Desde entonces, cuando menos lo espero, y curiosamente cuando más lo necesito, aparece él a compartir un cigarrillo y una conversación, colmada de sentido y frecuentes silencios.

- Parece que necesitas más que yo que te escuchen. ¿Qué te ha hecho perder tu inquebrantable fe en el género humano? - se sonríe con mi mención. 
Frecuentemente, uno de nuestros temas de conversación solía ser mi postura incrédula sobre las bondades de la gente, y aunque sospecho que del mismo modo que yo exageraba a propósito mi cinismo y él ensalzaba las virtudes del prójimo, teníamos opiniones opuestas, pero que sin embargo terminaban complementándose en un pacto implícito de conveniencia: yo necesitaba creer, y él que le convencieran de lo contrario.
- ¿Me creerás? - le miro, sorprendida por el tono de su pregunta.
- Claro, ¿por qué no?
- Pues fuiste tú- tira el cigarrillo, agotado, y lo pisa- Hoy he discutido con alguien y de pronto, en plena discusión, te vi, parada a mi lado, con ese gesto que pones a veces de '¿Ves? Te lo dije'. Y supe que tenías razón. No, no te rías, hablo en serio- niego con la cabeza- ha sido como una revelación.
- No me digas más, llevaba un vestido de cuero rojo ajustado y tenía un tridente en la mano, ¿a que sí?
- ¡Justamente! ¿Cómo lo has sabido? - empezamos a reírnos, y entre las carcajadas sigue hablando- Espera, espera, ¡porque estabas allí, eras tú la del vestido rojo! ¿Ves cómo eras tú? - y mientras seguimos riendo me coge de un brazo. El contacto me para en seco y él lo nota, pero no se detiene. La mano recorre mi cintura y me acerca a él- No, no digas nada, por favor. Déjame imaginar por un momento...

Siento sus labios, cálidos como el aire, continuar la conversación que han iniciado desde el primer día, desde la primera noche. Un beso que se enlaza con el siguiente, como las palabras más importantes que hayamos podido pronunciar, y compone un diálogo en el que nos decimos mucho más de lo que pretendemos.
- Sí, lo que yo imaginaba- dice, sin romper el abrazo- Eras tú - sonrío, mirándole a los ojos, nuevamente en llamas- ¿Mañana estarás aquí?
- Sí, como siempre- respondo en voz baja.
Él asiente, y se separa de mí lentamente. Con un dedo recorre mi mejilla, siguiendo el contorno de mi cara y luego se aleja.

Su olor, su colonia se queda conmigo mucho tiempo después de que él se haya ido. El faro me saluda con un guiño, y sonrío a la idea de que quizá yo sea también un barco que necesita que le recuerden de vez en cuando un punto de referencia.



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