martes, 19 de junio de 2018

Pequeños detalles

Ilusión es una luz en un balcón.
Un pequeño farol de barro pintado que compraste para iluminar las noches de verano.
Un adorno sencillo, apenas un detalle.
No siempre lo enciendes, 
pero cuando lo haces
al regresar a casa tras un largo día de trabajo, 
sabes que se verá desde la calle.
Y te recuerda que un día quisiste convertirlo en un símbolo.
Un deseo.
Una intención.
Y eso es la ilusión.

lunes, 18 de junio de 2018

La única verdad

“Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” Juan 8:32

A veces, la verdadera explicación de las cosas requiere del paso del tiempo, aunque nos parezca que la esencia de todo está ante nuestros ojos, sin velos ni escondites. Pero nos equivocamos, o preferimos equivocarnos para así vivir aparentemente más felices, evadidos de una realidad que día a día nos pisa los talones.

Desde hace unos años tengo la costumbre, o la manía (aún no sé muy bien cómo catalogarla), de mirar al cielo por las mañanas al salir de casa en dirección al trabajo. Es un movimiento automático, como si de esa forma mi mente lograra ir más allá del mundo que me espera al otro lado de mi trayecto. En los días más luminosos a veces encuentro la silueta de la luna impresa en el azul teñido de nubes, como una figura etérea. 
Recuerdo que, siendo niña, esa imagen me resultaba impropia e incluso inquietante, porque mi razonamiento infantil, lineal, cartesiano y puramente riguroso (del cual no me he desprendido aún muchos años después) no concebía la presencia de la luna junto al sol. Cada cosa tenía su sitio, y aquel no lo era a mis ojos. Esa máxima, extrapolada a todos los ámbitos de mi vida en los años posteriores, presidió mi escudo de armas como una divisa incontestable a la que agarrarse cuando nada más funcionaba.

Años después, cuando por fin me explicaron la razón científica de tal fenómeno, y decidida a ser pactista y transaccionar con mi propia paz de espíritu, acepté que había cosas que simplemente eran como eran, y sencillamente ignoré aquel fenómeno. ¿Qué me importaba lo que pasaba de tejas para arriba mientras mi mundo funcionara correctamente a ras de suelo? 
Nuevamente, sin yo saberlo, o quizás ignorando que de un modo inconsciente ya lo sabía, apliqué esa filosofía a todo. Me centré en mi propio universo, más o menos limitado, más o menos egoísta. Con la fe ciega de un fiel devoto y sin plantearme nada más, creí en todo lo que me enseñaron, en los valores absolutos, en el respeto a la palabra dada. 
Aunque a veces, fuera de hora, la luna siguiera asomándose al cielo. 
Aunque poco a poco, con el paso del tiempo, las cosas dejaran de ser como yo las creía, las personas se quitaran la careta y descubrieran que simplemente son personas, y mis ideas se revelaran como obsoletas e inútiles.

Entonces me dediqué a negar la luna. Entiéndase: me negué la evidencia como método de protección básico dentro de mi kit de supervivencia. Practiqué la evasión como forma de vida, esquivando las palabras, las ideas, las explicaciones, con la sangre fría de un maestro de esgrima, que conoce los movimientos básicos y el dolor de los cortes y los evita por su propio beneficio. 

Pero tarde o temprano la vida te alcanza. Es otra verdad inexorable. Puedes correr, puedes esconderte, pero la verdad te seguirá allá donde vayas. La luna continuará dibujada en el cielo azul que creíste propiedad exclusiva del sol, y seguirá mirándote desde allí arriba, porque ése es su sitio y esa es su función. 
Lo descubrí después de no lograr esquivar fintas y cortes, de recoger caretas y abandonar convicciones. Después de mirar al cielo una mañana cualquiera, cansada de mirar mi mundo, y verla allí de nuevo, quieta y serena. Inamovible, como mis antiguas creencias.

La verdad siempre sale a la luz. Como la luna. 
Esa fue la explicación que no supieron darme de niña. 
Y es la única verdad.




jueves, 14 de junio de 2018

Un escritor con perro

Estoy convencida de que todo oficio requiere de unas características necesarias previas, ellas son las que determinan que una persona sea buena en su trabajo. 
Aptitud, habilidades personales, una gran dosis de esfuerzo y ganas de superación.

Si hablamos del oficio de escribir, yo añadiría una característica más: tener perro. 
Realmente, la añadiría no sólo respecto a los oficios, sino como un elemento imprescindible para caminar por este viaje que es la vida.
Habrá quien me mire raro, preguntándose qué tiene eso que ver.
Pero yo lo digo con conocimiento de causa.

Porque Roko no es sólo un perro para mí. Es mi amigo, mi compañero, mi alter ego peludo y de cuatro patas. Un contertulio de raza Parson Russel Terrier que secunda mis pasos y acompaña mi soledad a partes iguales con mi portátil, durante el tiempo que dedico a escribir historias ficticias, o historias reales, o historias que sólo lo parecen. Es difícil, por no decir casi imposible, que se separe de mí más que para describir a mi alrededor un círculo cerrado de muda protección, y regresar a mi lado con renovada alegría por mi presencia. Siempre me ha conmovido esa reacción en los perros, que nunca ocultan lo felices que se sienten por volver a vernos, y de la que los humanos deberíamos aprender mucho, empeñados en ocultar todos nuestros sentimientos.

Al principio, cuando empecé a escribir en serio, solía escribir en papel, a mano, a la manera tradicional. A resultas de lo cual, cuando la redacción de algún pasaje no me convencía, se convertía en un borrón tachado múltiples veces, o en algo mucho más definitivo. La frustración puede adoptar muchas formas, pero una de las más habituales es la redonda: la de la bola de papel que intentas arrojar infructuosamente a la papelera. En aquella época, cada vez que yo arrojaba la bola de papel correspondiente, Roko jugaba a intentar atraparla, creyendo participar de un juego entre compadres. 
Meses después, quizás concienciado de que aquella maniobra se iba a repetir demasiado frecuentemente, y que más que juego, era una costumbre por mi parte, se limitaba a dormitar a mi lado, abriendo un ojo cuando lanzaba una nueva bola. No siempre la trayectoria llegaba a la papelera, su destino, y poco a poco, iba sembrando alrededor de Roko un campo minado en blanco y negro (el negro, el de los borrones).
Con el paso del tiempo, empecé a escribir en un editor de texto en el portátil, concesión oficiosa a la comodidad… y al ahorro en papel. Roko no pareció apreciar mucho el cambio, y siguió dormitando tranquilamente junto a mi silla, tumbado a veces en posturas imposibles que me arrancaban más de una sonrisa.
Un día me di cuenta de que a Roko le daba igual si mis historias eran buenas o eran regulares. No le importaba si la trama se había convertido en un lío o si me quedaba atascada en un punto indefinido del relato. No me juzgaba, no me apremiaba.
Lo único que le importaba era que yo siguiera allí, junto a él. Un humano sentado frente a un artilugio a veces conectado con cables, otras sin él; con gesto relajado en ocasiones, con ceño fruncido en otras. Pero siempre con un mimo para él, y, sobre todo, siempre a su lado.

Hoy en día, es una presencia irrenunciable en mis días, que responde sin palabras a mis cavilaciones ante una idea peliaguda que pretendo desarrollar, o que levanta su cabeza peluda y despeinada cada vez que muevo la silla, incómoda ante el sesgo involuntario que toma una trama mientras brota de mis dedos. Cualquiera podría reírse e incluso burlarse de mí si supiera cuántas veces le pregunto qué le parece tal o cual ocurrencia, y Roko inclina la cabeza hacia un lado, y sin saberlo, me da la respuesta que yo estaba buscando.

De vez en cuando, me levanto de mi asiento y doy un paseo por la estancia, estirando las piernas y buscando un descanso mental. Entonces Roko se levanta con energía, como si tuviera un resorte oculto que lo impulsara en posición vertical, y galopa alegremente a mi lado dispuesto a vivir una gran aventura, aunque sea entre las cuatro paredes de la habitación. 
Muchas veces, nos quedamos ambos ante la ventana, contemplando cómo la lluvia que cae desdibuja por partes el paisaje (porque aquí en el norte llueve con demasiada frecuencia), y si le miro, él me responde con una mirada limpia y sincera, que me devuelve la fe en la humanidad y, sobre todo, en la lealtad de los amigos, como lo es él. 
Esa mirada significa para mí un mundo, un mundo que no podría cuantificar porque no tiene precio, pero sí mucho valor, y que no cambiaría por nada.

Por eso, amigo lector, créeme si te digo que es cierto que el mejor amigo del hombre es el perro. Porque para mí, Roko es un personaje principal de mi propia historia, y sin él, estoy segura de que muchas de mis historias se hubieran quedado en simples bolas de papel arrugado, sembradas a mi alrededor, destinadas a no ser.
Palabra de escritora.

Una historia de amor

'Es ideal' , pensé para mis adentros, mientras contemplaba su luz, enmarcada en el ambiente cuasi irreal de la ti...