lunes, 18 de junio de 2018

La única verdad

“Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” Juan 8:32

A veces, la verdadera explicación de las cosas requiere del paso del tiempo, aunque nos parezca que la esencia de todo está ante nuestros ojos, sin velos ni escondites. Pero nos equivocamos, o preferimos equivocarnos para así vivir aparentemente más felices, evadidos de una realidad que día a día nos pisa los talones.

Desde hace unos años tengo la costumbre, o la manía (aún no sé muy bien cómo catalogarla), de mirar al cielo por las mañanas al salir de casa en dirección al trabajo. Es un movimiento automático, como si de esa forma mi mente lograra ir más allá del mundo que me espera al otro lado de mi trayecto. En los días más luminosos a veces encuentro la silueta de la luna impresa en el azul teñido de nubes, como una figura etérea. 
Recuerdo que, siendo niña, esa imagen me resultaba impropia e incluso inquietante, porque mi razonamiento infantil, lineal, cartesiano y puramente riguroso (del cual no me he desprendido aún muchos años después) no concebía la presencia de la luna junto al sol. Cada cosa tenía su sitio, y aquel no lo era a mis ojos. Esa máxima, extrapolada a todos los ámbitos de mi vida en los años posteriores, presidió mi escudo de armas como una divisa incontestable a la que agarrarse cuando nada más funcionaba.

Años después, cuando por fin me explicaron la razón científica de tal fenómeno, y decidida a ser pactista y transaccionar con mi propia paz de espíritu, acepté que había cosas que simplemente eran como eran, y sencillamente ignoré aquel fenómeno. ¿Qué me importaba lo que pasaba de tejas para arriba mientras mi mundo funcionara correctamente a ras de suelo? 
Nuevamente, sin yo saberlo, o quizás ignorando que de un modo inconsciente ya lo sabía, apliqué esa filosofía a todo. Me centré en mi propio universo, más o menos limitado, más o menos egoísta. Con la fe ciega de un fiel devoto y sin plantearme nada más, creí en todo lo que me enseñaron, en los valores absolutos, en el respeto a la palabra dada. 
Aunque a veces, fuera de hora, la luna siguiera asomándose al cielo. 
Aunque poco a poco, con el paso del tiempo, las cosas dejaran de ser como yo las creía, las personas se quitaran la careta y descubrieran que simplemente son personas, y mis ideas se revelaran como obsoletas e inútiles.

Entonces me dediqué a negar la luna. Entiéndase: me negué la evidencia como método de protección básico dentro de mi kit de supervivencia. Practiqué la evasión como forma de vida, esquivando las palabras, las ideas, las explicaciones, con la sangre fría de un maestro de esgrima, que conoce los movimientos básicos y el dolor de los cortes y los evita por su propio beneficio. 

Pero tarde o temprano la vida te alcanza. Es otra verdad inexorable. Puedes correr, puedes esconderte, pero la verdad te seguirá allá donde vayas. La luna continuará dibujada en el cielo azul que creíste propiedad exclusiva del sol, y seguirá mirándote desde allí arriba, porque ése es su sitio y esa es su función. 
Lo descubrí después de no lograr esquivar fintas y cortes, de recoger caretas y abandonar convicciones. Después de mirar al cielo una mañana cualquiera, cansada de mirar mi mundo, y verla allí de nuevo, quieta y serena. Inamovible, como mis antiguas creencias.

La verdad siempre sale a la luz. Como la luna. 
Esa fue la explicación que no supieron darme de niña. 
Y es la única verdad.




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