jueves, 14 de junio de 2018

Un escritor con perro

Estoy convencida de que todo oficio requiere de unas características necesarias previas, ellas son las que determinan que una persona sea buena en su trabajo. 
Aptitud, habilidades personales, una gran dosis de esfuerzo y ganas de superación.

Si hablamos del oficio de escribir, yo añadiría una característica más: tener perro. 
Realmente, la añadiría no sólo respecto a los oficios, sino como un elemento imprescindible para caminar por este viaje que es la vida.
Habrá quien me mire raro, preguntándose qué tiene eso que ver.
Pero yo lo digo con conocimiento de causa.

Porque Roko no es sólo un perro para mí. Es mi amigo, mi compañero, mi alter ego peludo y de cuatro patas. Un contertulio de raza Parson Russel Terrier que secunda mis pasos y acompaña mi soledad a partes iguales con mi portátil, durante el tiempo que dedico a escribir historias ficticias, o historias reales, o historias que sólo lo parecen. Es difícil, por no decir casi imposible, que se separe de mí más que para describir a mi alrededor un círculo cerrado de muda protección, y regresar a mi lado con renovada alegría por mi presencia. Siempre me ha conmovido esa reacción en los perros, que nunca ocultan lo felices que se sienten por volver a vernos, y de la que los humanos deberíamos aprender mucho, empeñados en ocultar todos nuestros sentimientos.

Al principio, cuando empecé a escribir en serio, solía escribir en papel, a mano, a la manera tradicional. A resultas de lo cual, cuando la redacción de algún pasaje no me convencía, se convertía en un borrón tachado múltiples veces, o en algo mucho más definitivo. La frustración puede adoptar muchas formas, pero una de las más habituales es la redonda: la de la bola de papel que intentas arrojar infructuosamente a la papelera. En aquella época, cada vez que yo arrojaba la bola de papel correspondiente, Roko jugaba a intentar atraparla, creyendo participar de un juego entre compadres. 
Meses después, quizás concienciado de que aquella maniobra se iba a repetir demasiado frecuentemente, y que más que juego, era una costumbre por mi parte, se limitaba a dormitar a mi lado, abriendo un ojo cuando lanzaba una nueva bola. No siempre la trayectoria llegaba a la papelera, su destino, y poco a poco, iba sembrando alrededor de Roko un campo minado en blanco y negro (el negro, el de los borrones).
Con el paso del tiempo, empecé a escribir en un editor de texto en el portátil, concesión oficiosa a la comodidad… y al ahorro en papel. Roko no pareció apreciar mucho el cambio, y siguió dormitando tranquilamente junto a mi silla, tumbado a veces en posturas imposibles que me arrancaban más de una sonrisa.
Un día me di cuenta de que a Roko le daba igual si mis historias eran buenas o eran regulares. No le importaba si la trama se había convertido en un lío o si me quedaba atascada en un punto indefinido del relato. No me juzgaba, no me apremiaba.
Lo único que le importaba era que yo siguiera allí, junto a él. Un humano sentado frente a un artilugio a veces conectado con cables, otras sin él; con gesto relajado en ocasiones, con ceño fruncido en otras. Pero siempre con un mimo para él, y, sobre todo, siempre a su lado.

Hoy en día, es una presencia irrenunciable en mis días, que responde sin palabras a mis cavilaciones ante una idea peliaguda que pretendo desarrollar, o que levanta su cabeza peluda y despeinada cada vez que muevo la silla, incómoda ante el sesgo involuntario que toma una trama mientras brota de mis dedos. Cualquiera podría reírse e incluso burlarse de mí si supiera cuántas veces le pregunto qué le parece tal o cual ocurrencia, y Roko inclina la cabeza hacia un lado, y sin saberlo, me da la respuesta que yo estaba buscando.

De vez en cuando, me levanto de mi asiento y doy un paseo por la estancia, estirando las piernas y buscando un descanso mental. Entonces Roko se levanta con energía, como si tuviera un resorte oculto que lo impulsara en posición vertical, y galopa alegremente a mi lado dispuesto a vivir una gran aventura, aunque sea entre las cuatro paredes de la habitación. 
Muchas veces, nos quedamos ambos ante la ventana, contemplando cómo la lluvia que cae desdibuja por partes el paisaje (porque aquí en el norte llueve con demasiada frecuencia), y si le miro, él me responde con una mirada limpia y sincera, que me devuelve la fe en la humanidad y, sobre todo, en la lealtad de los amigos, como lo es él. 
Esa mirada significa para mí un mundo, un mundo que no podría cuantificar porque no tiene precio, pero sí mucho valor, y que no cambiaría por nada.

Por eso, amigo lector, créeme si te digo que es cierto que el mejor amigo del hombre es el perro. Porque para mí, Roko es un personaje principal de mi propia historia, y sin él, estoy segura de que muchas de mis historias se hubieran quedado en simples bolas de papel arrugado, sembradas a mi alrededor, destinadas a no ser.
Palabra de escritora.

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